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BUENAVISTA: NO SOLO EN LAS ALTURAS

Y ese refulgente amarillo me recibió con sus siluetas en Buenavista. El azul en las alturas lo esperaba; pero nunca hubiese sospechado, este tono cromático cálido que iluminaba, donde lo encontraba, el barniz de mis pupilas. Siempre me habían dicho que mis ojos eran demasiado claros, y mis espejos asumían el tono de aquello que observaba, seguramente ahora se habían convertido en dos faros restallando lo rubio sobre el ocre, el verde intenso y el gris.

En un sector denominado la cabaña, diagonal a antropomorfas imágenes Quimbayas, seis kilómetros de viaje me encaminaron hacia el municipio de Buenavista, el más joven del Quindío, tras cruzar una carretera serpenteada que asciende casi 1.500 metros. Deseaba escribir una crónica con algunos cánones que, seguramente, el lector tendrá por descifrar y después debería explicar, porque aún no los puedo comprender, a pesar de todos mis inconscientes y razonables intentos.


En 1999, había ido allí por primera vez. El azar me había llevado a visitar una psicóloga amiga quien colaboraba en la asistencia psicosocial a los damnificados del terremoto del Eje Cafetero. La iglesia estaba a punto de caerse, muchas casas estaban averiadas, y esa cancha de baloncesto con tan hermoso paisaje, ahora sólo era una estrecha superficie de las entonces nuevas viviendas de reconstrucción. Sí, fue mi primera visita con la presencia patente del sismo, cuando aún desconocía el casi un lustro que tres años después le iba a dedicar al proceso de reconstrucción, en mi último estudio.


Ahora, eran las 4:00 de la tarde, un sábado tres de noviembre, trece años después. Con 41 kilómetros cuadrados y un promedio de 5.000 habitantes, Buenavista se levanta como “El Mirador del Quindío” a solo “Una cuadra del cielo”. Nueve barrios, seis veredas lo conforman, además del corregimiento de Rio Verde. Antes llamado el Tolra como testigo del liberto Fundador español, Buenavista perteneció a Pijao y se consagró como municipio en 1966, cuando Salento contaba con 101 años y Armenia con 77.

Llegar a Buenavista fue encontrar el color oro en el lugar más desacostumbrado; cuando se pensaba que el irisado reflejo del sol, sólo se presenciaba ante atardeceres disolutos entre los valles de Maraveles, el Quindío y el Norte del Valle.¿Por qué el amarillo cuando el clima de la zona indica templado sobre todo en esta casi helada temporada invernal?; ¿porqué el color oro en un municipio sin vocación minera? En torno a ese ambiente dorado sobre la plaza central, se elevaba la reconstruida Iglesia central. Un pequeño café con estructura moderna, los reconocidos Jeep Willys, al museo principal, la municipalidad, la estación de policía, una panadería, tiendas de negocios diversos y un segundo piso con un exuberante balcón donde el carmesí, el purpura, y el biche de las canastas de flores observaban al visitante.


Siempre en ascenso, intentando madrugar al atardecer que pronto se pondría, dos cuadras empinadas descansaban en una casa colonial al frente del Parque de los Fundadores. Cinco palmas desafiaban el asfalto plomizo, mientras tres bancas zapotes, amarillas y verdes parecieran disponerse para que el gastado mural les narre la historia de don José Jiménez quien, en las primeras dos décadas del siglo pasado, sentenció el futuro de Buenavista al edificar un pequeño lugar de abastos, para los viajantes del paso del Quindío.


La hiedra, la cinta y el pasto a la vera continuaban acompañando los caminos. Me detuve en una superficie plana donde se construye un teleférico como principal apuesta de turismo para la región. Un celador nariñense con ocho meses de estancia, me presentó el lugar dando a conocer la finca Buenavista. De entrada su singular saludo me hizo consciente de lo foráneo que yo era para el lugar que visitaba. Un panorama privilegiado me invitaría dentro de siete días a pernoctar, con la mirada de más de cuatro municipios que, a lo lejos, se divisan.


El sábado siguiente mantenía mi memoria el recuerdo inmediato de ese amarillo que conservaba aún con claridad la plaza. No era el sol que no había aparecido en la lluviosa tarde ni eran las bombillas de farolas aún no encendidas. Tampoco eran, para frustración de los poetas costumbristas, la luz de las cocuyos… pero continuaban allí, allí, en los diferentes escorzos del lugar, arriba y abajo, como mostrando una buena vista que no sólo estaba en las alturas. La distancia desde donde refulgía podría convertirse, a la vez, en el tiempo acompasado que revelaba con su luz, bellezas invisibles e innombradas.


Desde el pequeño balcón de la habitación número seis, dos horas más tarde, escuchaba los sonidos de mi primera y única noche a una cuadra del cielo. Desde el corazón del municipio se escuchaba una música festiva, mientras el único vagón del teleférico como siempre detenido, intentaba dormir bajo el cobijo de una oscura capa de guadua.


A la mañana siguiente desde el mismo sitio mis ojos como lente escrutadora reconocieron el centro del casco urbano, las 21 casas construidas durante el proceso de reconstrucción,el colegio, la escuela, la casa de la cultura con su mural homenaje a la cultura cafetera. Hay quienes nombran a Buenavista como el pueblo más tranquilo del Quindío, incluso se menciona en la tradición oral: “nuestro primer preso se trajo de un municipio vecino y hasta el cementerio lo inauguramos con un muerto que no era de acá”.


La tarea ahora me encaminaba a recorrer a pié estos lugares y tomar las fotos para la crónica. Eran las diez de la mañana y Buenavista estaba desierta.Sólo pocas personas aparecían mientras perseguía la plaza principal. De nuevo, el museo estaba cerrado pero a cambio los adornos de la navidad ya habían ataviado los árboles. Resaltaban notas musicales caminando sobre una cuerda colgante, veletas todavía a la espera de un soplo del aire, pequeños toneles cual guijarros llenando el firmamento… finalmente una “feliz navidad” flotaba en aquel esperado escenario. Sin embargo, ni la navidad con sus prendas, ni los múltiples colores de los nuevos habitantes que cual frutos o pájaros se posaban en las ramas, opacaban el impenetrable color amarillo que se había apoderado con su belleza y plasticidad de la plaza burlando aquel hielo decembrino con la sempiterna primavera proclamada.


El camino continuaba… el fondo de la principal cafetería de la plaza narraba la historia del Quindío como cuando una matrona habla de sus hijos, nietos y bisnietos. Como siempre el paisaje por testigo, reliquias antiguas al lado del lavabo sorteando nuestra curiosidad entre mesa y mesa, entre baldosa y baldosa… la calle se hacía un tanto larga a un costado, aparecían casas inesperadas de madera, esquinas pequeñas y distantes, hembras del pechirrojo entre arbustos, algunos habitantes atravesados en plena vía como elogio a la tranquilidad y a la lentitud. Sin darme cuenta como un acorde en sordina que escuchamos sin escuchar apareció el cementerio donde reposan “muy viva” la mejor de las vistas del pueblo. Gracias, fondo borroso de la muerte detrás de una hoja lila de la vida. Son las 12:20 del día y fuiste mi última foto.


Yo entretanto me marcho con el apremio de escribir mi relato.

Los destellos amarillos son las finas figuras de la flor del guayacán, por sobre los techos, a media asta al desgaire del viento, besando los pies y el cemento de quien se atreve a mirar por el suelo a Buenavista preciada en las alturas.





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