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CAPÍTULO IX

Marco Antonio había arribado a Guacuma en día de Mercado, luego de descansar el viernes y sábado anterior.

Casi tres horas de viaje con muchísimas curvas en la carretera lo habían guiado. Tuvo una emoción especial al ver desde la ventanilla del microbús aquel famoso cerro, con su tan insólito tocado. No sabía si era un hecho objetivo o una impresión personal la que impregnaba a aquella montaña de tan excepcional aureola: un atavío fantástico, milenario, ancestral.


Recorría con curiosidad el parque y se encontraba con una venta campesina de productos de maíz y de trapiche. Había dejado atrás un prolongado malecón de piedra donde una fila de palmeras pintadas en su base de blanco intenso, azul, rojo y amarillo, dividían las dos amplias calles que daban la bienvenida al casco urbano del municipio.


Numerosos toldos estaban colocados sobre la superficie de cemento; donde se vendían frutas, hortalizas, panela, azúcar, aparejos para el hogar, artesanías, ropa, libros, perfumes y cuadernos. Atribulado estaba el parque entre tantas personas. La mayoría vestidas de una manera muy tradicional con sus sombreros y sus ponchos, camisas de manga larga y pantalón de hilo o de terlenka. Se distinguían hombres y mujeres con facciones indígenas, quemadas por el sol, mochilas, bolsos de llamativas formas y tonos, bicicletas con paseantes y trabajadores, no faltaban los perros. Luego de subir unas grises y estrechas escalinatas se observaban, en la parte superior, parasoles con el amarillo, azul y rojo, como queriendo reemplazar las desaparecidas banderas en las astas de la rotonda.


A los costados aparecían pequeños kioscos, otras mercancías, sobre las mesas o dispuestas en el asfalto, obstaculizaban el paso de tanto transeúnte. A Marco Antonio lo seguían casas de color crema, mandarina, blanco, celeste, curuba; con dos o tres pisos, fachadas con balcones modernos, y al fondo la cúpula central de la iglesia junto a dos rectas torres que terminaban en triángulos azabaches.


Era ya medio día y luego de encontrar un hotel donde dormir esta noche, se dirigió, al frente de aquellos parasoles, hacia un restaurante para almorzar. En el piso de arriba se comía en dos pequeñas salas, luego de subir unas escalas donde estaban pegados carteles institucionales en la pared, sobre las barandas.


El apetito hizo que Marco Antonio no se detuviera a conocer el contenido. Tomó el menú del día y le extrañó encontrarse en un lugar y entre personas más cercanas al ambiente de la ciudad, que al propio pueblo. El “ejecutivo” estuvo bien. El tinto lo tomaría en la cafetería donde quedó de encontrarse con Alba Liz a las 2:30. Al salir tuvo la oportunidad de leer la propaganda de la gestión de la Alcaldía, como de una compañía extranjera que se comprometía a realizar una “minería responsable”.

Apenas estando afuera del restaurante se encontró un sorpresivo reclamo, bajo el cartel del nombre de una taberna:


Hombres de Luz

Me odian,

¿por qué me odian?

¿y me llaman ilegal?

si yo nado en aluviones

como los marineros en la mar…


Me rechazan,

¿por qué me rechazan?

¿si yo a nadie le hago mal?

sólo busco en socavones,

la esperanza del metal…


Me he entregado a mi faena,

como a su tierra el campesino;

soy la minería original

del aborigen,

del negro africano,

y, en general,

soy heredero

de la minería ancestral.

¿Por qué, entonces, tú me llamas ilegal?


No tengo gran tecnología

ni mucho menos capital…

la minería es para mi familia,

para poderla alimentar…


No soy un científico minero,

soy un minero artesanal

¡no me llames ilegal!

¡no me digas criminal!


Sólo intento allá muy dentro,

buscar oro de verdad,

soy quien va tras las luces,

en la más profunda oscuridad.


Por favor,

¡a mí me respetas!

¡no me llames…

ilegal,

no me llames criminal!

No había caminado cuadra y media y ya se había encontrado con dos mensajes contradictorios. Imposible no recordar la conversación con Alberto. Esa misma situación parecía presentarse en Guacuma como un testimonio vivo del actual problema que experimentaban los mineros colombianos.


Al rato estaba en “Xixaraca”. La cafetería donde esperaría a Alba Liz. Pequeña y moderna, la enaltecían dos atractivos imborrables: el aroma del café de origen producido por asociaciones campesinas de las veredas del municipio, y, al fondo, un espectacular cuadro que mostraba el cerro Karambá con su significativo emblema.

Para los expertos, Karambá, era un batolito: una única y fuerte piedra. Su forma era la de una pirámide donde resaltaba en uno de sus flancos una cima que los otrora “hijos de la sal”, habían llamado “el Pico de Águila”. La pintura mezclaba una diversidad de verdes, desde los más brillantes hasta los más opacos. En la base aparecían además de la vegetación, pequeñas casas y fincas ornamentadas de jardines y cercos. De un gran tamaño flotaba en posición dinámica el dios Xixaraca con su cabello largo, lacio y negro, su maure, o cubre sexos, en la parte superior formado por chaquiras blancas y cañutos de oro. También se distinguía su lanza y una actitud viril y celeste con la que dominaba su reino y protegía a su tierra. No era posible pasar desapercibido ante aquella imagen y, mucho menos, ante el aroma del café que ya sorbía Marco con verdadero entusiasmo.


Definitivamente, no era lo mismo observar la pintura colgada en el cuarto del contador frente a este gigantesco cuadro en honor al dios Xixaraca. Sin dudarlo, pediría a su anfitriona visitar mañana, la vereda más cercana para contemplar al Karambá, en su verdadera majestuosidad.


Más allá, en una casa de campo, Alba Liz terminaba de ordenar la habitación donde se alojaría el esperado visitante. Humilde y acogedora era su casa, con un gran patio llenó de flores, algunos cafetales, una pequeña huerta y hasta un galpón con gallinas y jaulas con conejos. Su hijo de 11 años vivía con ella en la misma habitación. Los padres de Alba Liz también la acompañaban. Su madre le daba la bendición y la reemplazaba en la labor doméstica, mientras su hija acompañaba a su antiguo amigo de trabajo.


No tardó mucho tiempo en estar al frente de Marco Antonio. Luego de un cálido, a la vez, tímido abrazo, los dos se reencontraron e intercambiaron las consabidas palabras y saludos usados en estas comunes circunstancias. No se habían visto desde hace tres años, el rostro de Alba Liz continuaba siempre lozano, con una transparencia en su semblante difícil de soportar para quien viniera hacia ella con abyectas intenciones. Sus ojos eran cafés intensos, suficientemente dulces, cejas amplias, piel canela, cabello liso y negruzco, nariz pequeña y labios anchos y finos.


Marco Antonio estaba más torpe que de costumbre. No eran sólo los años transcurridos sino, principalmente, su escasa vida social. Su casa y su oficina los asumía como sus únicos espacios íntimos y familiares. A Alba Liz, no le incomodaba, casi que había echado de menos estos yerros, tan recurrentes en los días en que trabajaron juntos en “Químicos Lozano”.


Como se acostumbra en estos casos, se les ocurrió hacer una infinidad de cosas, la mitad de ellas aplazadas por contar con tan poco tiempo. No obstante, esa tarde recorrerían las calles centrales del municipio, sus principales plazas; le enseñaría Alba Liz a Marco Antonio, los llamativos nombres de los cerros y relataría parte de la historia de Guacuma, a propósito de la visita realizada a la casa de la cultura.


Nunca imaginó Marco Antonio tanta historia en este municipio, ni que existiera una extensión rural tan amplia. Pudo reconocer las evidencias de esa república independiente de los años cincuenta, la estampa y la ruana original de su líder insurrecto, y otra exclusiva pintura expuesta en un mural.


Allí aparecía la diosa Michua sentada en el corazón del Karambá, en una especie de cueva iluminada. Mostraba los peldaños fabricados con bambú sobre los que ella descendía para cobijar no sólo la montaña, sino a todos los habitantes del pueblo. También se veían los quinchos protegiendo las primeras aldeas de los indígenas, coronando sus cercos con los cráneos de guerreros de las tribus enemigas; aún se vislumbraban las grandes urnas donde fabricaban la sal. Se escuchaba el viento silbar entre las oquedades vacías de ojos de los héroes sacrificados.


A pesar de ser tan temerarios guerreros no pudieron vencer las cruces y rezos que domeñaron con tono español, su lengua umbra e hicieron alejar a “los hombres de sal” de sus animistas creencias. Vírgenes católicas, Jesucristos y Sagradas Familias reemplazaron los dioses Ansermas. Allí estaba retratado el fiero conquistador ibérico y los sacerdotes asesinando y convirtiendo al cristianismo tanto a nativos como a esclavos. Allí aparecían, también, algunos mineros sosteniendo en sus manos alzadas martillos y clavos; finalmente, al lado izquierdo de la base inferior, desaparecía el mural, con la gran violencia liberal – conservadora que azotó a Guacuma a mediados del siglo anterior.


La fascinación que le empezaba a producir a Marco Antonio, todo lo relacionado con Guacuma, tenía que ver, sin lugar a dudas, con lo expuesto en las pinturas: sus dioses, su exuberante naturaleza, los ritos y tradiciones indígenas, su belleza sin par, su historia, sus violencias... por sobre todas ellas resaltaba aquel magnético e hipnótico cerro... le dominaba a su merced.


No obstante, la hermosura de la imagen, también ocultaba una cruda verdad. Recordó a Rilke, en la primera Elegía, cuando proclamaba aquellas eternas líneas: “Lo bello no es más que el primer eslabón de lo terrible”. Abstraído en esta reflexión, no atendía a Alba Liz que lo invitaba a pernoctar en su casa, conocer a su familia. Después de un reiterado llamado de atención que lo desconcentró, le intentó decir a ella /otra torpeza más/ de una manera directa e imprudente: “que no se preocupara pues ya había separado una habitación en un hotel del centro”. Quedaron en verse por la noche, no sin antes prometerle la visita a su casa el día de mañana, apenas regresaran del paseo en la vereda asentada al pié del Karambá.


Ya en la pieza del hotel, Marco Antonio tomó un pequeño descanso. Lo propio hacía Alba Liz en casa. Sin embargo, Marco a diferencia de Alba Liz no cerró los ojos, ni durmió un poco. Una inverosímil sensación se apoderaba de él, como si existiese una energía indescifrable en el entorno de Guacuma. Acostado en la pequeña cama, hacía un breve repaso de su visita. Le había llamado la atención como aparentemente se empezaba a componer, cual en una porcelana trisada, diversas dimensiones de su reciente vida: valiosas relaciones en su esfera laboral, un cuadro inefable presente en su cuarto, un sueño extraño con caleidoscopios y prismas, sucesos acaecidos entre Cartama y Guacuma, un cerro con poderes maravillosos. Esta asociación de ideas se recreaba con otras nuevas e inverosímiles: siluetas de dioses y diosas indígenas, antañas aldeas cercadas por guaduas y cabezas degolladas, conquistadores, bandoleros y pájaros entre soberbios paisajes...


Sin darse cuenta, había pasado el par de horas pactado. De nuevo marchó hacia Xixaraca para encontrarse con Alba Liz. Allí decidieron donde charlar a ritmo de la música de la tierra y una fría cerveza.


Estaban en una de las cafeterías de las más tradicionales del casco urbano. Todos reconocían al legendario dueño: un olvidado personaje nacional. Resulta que el concejal más antiguo de la Colombia reciente, fue oriundo de Guacuma, al retirarse se había dedicado a atender este especial local, lleno de madera fina, con su propia marca de café.


Antes de pedir la cerveza, a Marco Antonio le llamó la atención que la taza tenía el nombre y el logo de una de las compañías mineras transnacionales que hacía presencia en la zona; desde ese momento se tejió entre Alba Liz y Marco Antonio una inusual conversación:


--- ¿Le gustó el café Marco?


--- Como no, Alba Liz, al igual que el café de Xixaraca.


--- Tendrá que probar otras marcas, aquí somos especialistas en nuestro producto nacional. No estaría de más que bebiera nuestro tradicional guarapo.


--- Umm, suena bien rico, Alba Liz: ¡Será otro de nuestros planes para mañana! ¿Me decías algo sobre el dueño del local?


--- Ah, sí, don “Cachaco”, el concejal más viejo de Colombia que nos abandonó del todo ahorita, en junio. Fue uno de los retenidos en “la Pesca Milagrosa” del gobierno.


--- ¿”Pesca Milagrosa” del gobierno?, ¿a qué te refieres Alba Liz?

--- ¿No lo recuerda Marco?, pues a la famosa “Operación Libertad” cuando en tiempos de la fiscalía del ahora “dignísimo” Senador aterrizaron, los Black Hawk y retuvieron más de 110 personas en Guacuma, dizque por ser auxiliares de la guerrilla.


--- Ah, tienes razón, algo empiezo a recordar: ¿fue en Guacuma?


--- Sí, Pues resulta que desde el Alcalde, hasta el “Cachaco”, y conocidas personas del municipio cayeron en esa masiva captura del gobierno; incluso hicieron una relato periodístico y algunos documentales al respecto. Como te parece el atropello Marco Antonio: ¡hasta a un invidente lo enjuiciaron por ser experto en explosivos! Pobre José de los Santos, no le hacía mal a nadie, se mantenía ahí, en la esquina de la plaza vendiendo plátanos.


--- Pero duraron poco tiempo retenidos, ¿no es cierto?


--- Veintidós meses, Marco, algunos murieron en prisión, ¡imagínese el dolor de las familias! Es una situación aún no superada por muchos lugareños. Además fue apenas en el 2003.


--- Lo siento, no lo sabía... Pasemos a otros temas más amables, Alba Liz, ¿cómo va la escuela?


--- Ah, muy bien, muy contenta. Ya voy para el cuarto año haciendo lo que realmente amo. Los niños cada vez son más y, a pesar, del trabajo que dan, no podría entender ahora mi vida sin ellos. Además, usted no sabe como el campo se presta para enseñarlo todo. Los libros sólo son el abreboca: si necesitan contar, pues tomamos piedrecitas y palitos; si la clase es de biología pues recolectan y clasifican hojas, no sólo con el nombre científico, me interesa sobre todo nuestros nombres tradicionales. Si vieras que una niñita de tan sólo 7 años recolectó una cantidad de besitos, los contó y sumó trece; al otro día, no sé todavía cómo hizo, llegó toda orgullosa con su “collar de sumas” como ella le decía. Después, tampoco sé como haría, se quitó cinco e hizo una “pulsera de restas” para regalarle a su mejor amiguita.


--- Oye ¡Qué lindo, Alba Liz!


--- ¡Ah! y eso no es nada, pues imagínese Marco que después de aplaudirla todo el salón, nos dijo que quería rápido aprender a multiplicar para regalarle flores a todas y a todos. A mí me dio un anillo, con dos besitos, uno con la flor, y el otro con su boquita, todavía intento conservarlo en mi cuaderno de calificaciones. Esa noche tuve un sueño tan bonito…: veía el jardín de mi casa que crecía y crecía, hasta que vistió de rojo carmesí toda la escuela. También veía desde la puerta principal como sobre cada corolita, mis niñitos florecían... después miré allá arriba a mi estudiante de 7 añitos cargando no una varita, sino un cafetico hechizado, lleno de pétalos encantados...

Así hablaban, de la insaciable vocación de la maestra de escuela, de sus experiencias, anécdotas y del abanico, de trucos pedagógicos que- junto con la naturaleza- ayudaban a preparar cada clase.


Después de una hora de extasiarse ambos en el diálogo, quienes estaban en el café-bar del “Cachaco”, fueron a mirar lo que sucedía afuera. Era muy raro, el único ruido eran sólo los parlantes de los diferentes negocios en torno a la plaza. Por respeto se apagaron, un momento, y, al igual que los demás, Alba Liz y Marco Antonio se detuvieron a observar:


En silencio una treintena de hombres y de mujeres marchaban por las calles principales del casco urbano de Guacuma. Portaban antorchas y pancartas de diversos tamaños. Era una manifestación contra el olvido, sobre los hechos ocurridos en las veredas entre los años 2002 al 2005. Era una recuperación simbólica en una noche de luces para familias que fueron víctimas de la violencia por aquel entonces.


Las personas eran saludadas con mucho respeto y de manera grave y ritual. No existía un mensaje diferente a lo que se podía leer en las pancartas. Era la segunda vez, después del diciembre del año pasado, que ocurría en Guacuma. Aquella vez había surgido de la iniciativa de un grupo de investigación de la Universidad Pública regional; ahora, me decía Alba Liz, nacía de la unión de aquellas familias. Duró más o menos 15 minutos la parada en la plaza principal. Luego varios de los habitantes acompañaron el cortejo en muestra de solidaridad. Alba Liz estuvo como todos muy callada yéndose a caminar con ellos, portando un estandarte, a la vista del asombrado visitante.


La situación lo dijo todo. Fue la mejor palabra de despedida. Se dieron un abrazo y quedaron de verse mañana, muy temprano, para ir a conocer de frente el majestuoso Karambá.


Antes de dormir, vencido ahora sí, por el cansancio, Marco Antonio sólo atinó a recordar completa la peculiar oración de la Elegía:


“Pues lo bello no es más que el primer eslabón de lo terrible,

pero así lo admiramos,

porque a pesar de todo,

rehúsa destruirnos.

Todo ángel es terrible”

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