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CAPÍTULO III

Alba Liz se había levantado esa mañana bajo un sol que aderezaba los cerros.

Eran doce o más de quince; había quienes multiplicaban su número uniendo las tres cordilleras, el sur con el norte, los Apalaches con la Patagonia. La vida transcurría con una aparente tranquilidad ganada después de tantos tiempos de violencia.


Desde su origen la lucha entre dioses rivales había determinado el destino de la Villa de los Cerros. Xixaraca y la diosa Michua eran sus dioses tutelares. Ambos vivían en la cumbre del cerro Karambá, desde allí protegían la región de Guacuma. Debes en cuando descendían de su cima y danzaban con sus habitantes. Periódicamente, también, batallaban contra los seres de “adentro”, los Tamaracas, quienes les disputaban el poder. Los Tamaracas se vestían de múltiples atuendos, se convertían en tantos otros: desde langostas hasta tribus enemigas, desde soldados españoles hasta misioneros, desde conservadores hasta liberales, insurgentes o paramilitares. Los Tamaracas, no obstante sus repetidas derrotas, renacían, a menudo, a pesar de yacer enterrados en los alrededores del cerro Opirama.

Observar la punta del “Pico de Águila”, allá arriba en la cumbre del Karambá, era mantener viva la leyenda. En el mismo camino por las veredas del corregimiento de Naranjal, se podían encontrar las últimas huellas del dios Xixaraca, quien huyó acongojado junto a las lágrimas convertidas en oro de la diosa Michua. Los hombres se olvidaban de sus dioses.


Alba Liz era una de las pocas que conocían esta historia. La tradición familiar y sus andanzas de niña con su abuelo, le habían permitido aún reconocer algunos lugares donde Michua se le había ofrecido en forma de venado a los principales guerreros de “los hombres de sal”. También se había hecho la imagen de ríos rojos y centellas lanzadas desde el cielo; sólo después de la adolescencia dejó de mirar el asiento del “Pico de Águila” cuando esperaba el abrir de la montaña donde encontraría, por fin, el recinto de la diosa protectora.

Una profusión de verdes arropaban los suelos de Guacuma. Allí pareciera haberse detenido el dios de la fortuna. Cafetales y plátanos, frutales y arbustos, diversas fuentes de agua y su inusual anillo de montañas, era la primera vista ofrecida al visitante. Sus más de setenta veredas empequeñecían el espacio urbano. Los antiguos “hombres de sal” habían dejado un patrimonio vivo entre otras tres ramas indígenas que reclamaban ante todos, tierras y culturas. Permanentes querellas describían sus denuncias: quienes llegaron antes frente a quienes llegaron después; los originarios de la zona ante quienes vinieron del Norte; quienes hablaban la lengua y quienes traían dialectos aún por reconocer. Minas de oro y carbón, tantos otros metales y canteras, poseía la Villa de los Cerros.

“Como no, Alba Liz, no lo dudes, dentro de poco iré para que me muestres todos los encantos de tu pueblito”.


Esa promesa la había recibido por boca del mismo Marco Antonio. Mujer, al fin y al cabo, le preocupaba la vida del contador del almacén. En la ciudad no se vivía del todo bien, con cierto orgullo lo sabía ¿cuánto se pierde por no reposar al lado de la naturaleza? El cuidado del jardín lo recordaba, también cuando iba de una vereda a otra en los Jeeps Willis o sobre una de las tantas motos. ¡Qué horizontes se divisaban por doquier! Ni las frutas, hortalizas, ni la misma carne sabían igual en la ciudad. Al ser mujer, Alba Liz no entendía como Marco podía continuar viviendo solo, sin una relación afectiva. A pesar de su rutina, era un buen conversador, inteligente, consagrado a su trabajo. Algo debía hacerse con ese amigo, pensaba; ella con su hijo conocía el valor de un mundo compartido, así hubiera muerto su esposo hace algún tiempo. Haber trabajado un par de años en “Químicos Lozano” le había enseñado a esta mujer de 35 años su incomodidad definitiva por alejarse del campo. Marco había sido una afortunada compañía. Sin él no se hubiera adaptado a su antiguo trabajo, ni se hubiera podido mover en los laberintos de aquella nueva sociedad, tan exigente cuando se parte de la pequeña aldea.

Entre tanto Marco se había despertado dos horas antes de lo acostumbrado: “caro amigo de la boca cerrada...” retumbaba en su cabeza. Una nueva incomodidad había surgido además del deseo de abandonar su trabajo, la inquietud generada por la nueva actitud de don Eduardo y, en fin, el desasosiego que, a veces, le producía el entorno de su ciudad y su país. De las decenas de bocas pintadas por Eugenio sólo la suya estaba cerrada; sin sorber nada: ajena a ese paisaje surrealista, ajena, en últimas, a la composición de uno de los billones de mundos del pintor. Como esta conversación era consigo mismo sólo encontraba, por supuesto, el silencio como respuesta: ¡Quien calla otorga! “caro amigo de la boca cerrada...”.

La intranquilidad se convirtió de a poco en molestia. Lamentaba ahora, incluso, la torpe visita y la imprudencia que acompañaba la extravagancia de Eugenio: ¡Quién me manda a pisar en las primeras horas de la noche aquel “Pesebre Pagano”!, ¡A caminar zigzagueante ante tantos cuadros de desnudos!, ¡A mantener la vista atenta para no resbalarme con las cascaras de plátano y banano!; ¡Encontrar al artista justo en el momento cuando terminaba esa tan particular pintura!

Se sentía extraviado: ¿No había sido Eugenio también un confidente?, ¿no le había, alguna vez, hablado de sus cuitas y esperanzas?, ¿acaso Eugenio no le compartía las suyas o, acaso, su silencio “era sólo una corta pausa necesaria frente a la lid creativa”? Definitivamente, visitar a Eugenio siempre era una cruel tentación. Sentía, a la vez, la necesidad y la repulsión. Su modo de vida le excitaba; pero le aturdía al mismo tiempo. Tuvo finalmente que levantarse, dirigirse al lavabo, humedecer su rostro y abrir, por fin, su boca para lavarse los dientes.

El próximo fin de semana lo acompañaba un puente, tres días de sosiego; ¿porqué no tomar, entonces, la decisión de visitar a Alba Liz? Llegó el momento de caminar sobre Guacuma y contrastar la imagen con la punta del cerro verdadero. Sería también la posibilidad de un momento íntimo. Rumiar en un hotel o en la soledad del horizonte campestre, sus preguntas para tomar acción sobre sus incomodidades. ¡Ya estuvo! Llamaría a Alba Liz y concertaría el viaje después del medio día.

Daban las ocho y Don Eduardo había llegado al almacén. No estaba solo; de su oficina se escuchaba una segunda voz. Era imposible no escuchar. Rompiendo su prudencia el contador Espejo, se acercó silencioso hacia la puerta entreabierta:

--- “Es innegable, doctor Lozano, hoy en día no se puede pensar en los negocios como se hacían antes. Antes todo estaba predeterminado y se mantenían unos promedios muy tímidos de crecimiento. Las cosas han cambiado; con estos adelantos tecnológicos uno no se puede quedar en el ayer, ni siquiera encerrado dentro de su propio país. Con todo respeto Don Eduardo, durante mucho tiempo asesoré entidades siempre pensando en articularlas con Bogotá; eso ya se acabó, no es correcto. Vivimos los tiempos del Mercado Global y no va a venir por nosotros, no señor, si viene tocará la puerta de los grandes capitales; con todo respeto Doctor Lozano, somos nosotros los que tenemos que movernos, sino ese mercado se volatiliza y nos quedamos viendo un chispero”

--- Entiendo, doctor Cadena, pero quien nos garantiza que esta decisión sea conveniente. Ya le he dicho varias veces, ni mi familia ni yo tenemos afán alguno. Desde tiempos de mi abuelo esta empresa ha rendido sus frutos y, a pesar de haber tenido uno que otro tras pies, nunca nos ha dejado esperando los réditos que hemos necesitado.

--- Disculpe, doctor Lozano, pero eso es justo lo que le he venido diciendo: eso era antes. Ahora el mundo es cada vez más competitivo, hasta las naciones con sus organizaciones públicas tienen también que considerar convertirse en empresa pues, de lo contrario, ningún Estado soberano las va a continuar manteniendo. Se lo digo con conocimiento de causa, podría citarle diferentes casos, si no se da un salto cualitativo a partir de poner en juego capitales de riesgo esta empresa, se lo aseguro Dr. Lozano, empezará a dejar de ser solvente en cinco años, incluso, antes; el mercado mundial de los insumos químicos que aquí se venden, está más seguro y económico en otras latitudes. Piénselo, doctor Lozano, pero recuerde que hasta la próxima semana tenemos plazo; ellos no nos van a esperar más y, en estos casos, si no lo hacemos, llamarán a la competencia, quien nos puede al final aplicar los santos oleos. No quiero ser pesimista Dr. Usted me conoce, siempre he entregado todo por la compañía, mis esfuerzos y conocimientos, si no fuera tan urgente de seguro respetaría su tiempo; con las circunstancias actuales y con la oportunidad que tenemos, es tan difícil pensar de otro modo...”

El ruido que hizo uno de los dos al levantarse alertó a Marco Antonio. De improviso fue a sentarse en su puesto de trabajo. Don Eduardo salió tomándose la cabeza, un tanto agitado. A diferencia de su padre y de su abuelo ni había nacido, ni tenía el olfato para los negocios. Dudaba de las certezas proferidas por el Doctor Cadena pero no dejaban de preocuparle. Sus hijas, y no sólo ellas, también el resto de la familia Lozano dependían de sus decisiones frente a la empresa. El Doctor Cadena no se quedó atrás, fue a acompañarlo en el pasillo sin parar de hablar. Ay, Jesús, Jesús, murmuraba Marco Antonio.

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