top of page

CAPÍTULO II

Detrás de su escritorio de trabajo, Marco Antonio tenía una fila de largos y anchos estantes...

Cuatro divisiones conformaban el almacén principal que tantos años de esfuerzo le había costado a la familia Lozano. Habían llegado del sur de Antioquia; gracias a un oficio comenzado por el abuelo, aprendiz de boticario, al 2015 lo almacenado allí mostraba una cantidad significativa de insumos para alimentos, animales y una sección especial de siderurgia y galvanoplastia. Se apoyaba, también, por otros tres almacenes y dos depósitos periféricos.


La labor contable de Marco Antonio no le exigía un conocimiento profundo de cada químico. Para él un insumo podría ser cualquier otro pues, a diferencia de la división de calidad, no requería un conocimiento especializado. Había llegado a la empresa como a menudo se llega: por tradición y recomendaciones familiares. Su padre había conocido a la segunda generación de los Lozano y a Marco, contador de profesión, lo había asaltado un puesto de trabajo que le brindaba seguridad, nunca una satisfacción personal. Como hacen tantos, el trabajo se fue convirtiendo en su vida; el espacio del almacén en su segundo, a veces, su primer hogar. Los problemas de compra, venta y los balances en un asunto propio, cual si fuese dueño y señor de este “prospero” negocio.


Una llamada había sido la causa de la intranquilidad de don Eduardo. Estaban en la pequeña cocina del almacén compartiendo el tinto matutino, sonó el celular y al distanciarse de los demás se apreciaba un semblante que cambió varias veces su expresión en dos minutos. Entre desconfiado y entusiasta se presentían sus respuestas, luego agitando su mano derecha en dirección a Marco Antonio se retiró a su oficina cerrando de inmediato la puerta; nada usual frente al trato cercano que en estos tres lustros se había acostumbrado a recibir de su jefe. Después, los saludos siempre eran apresurados sin perder su amabilidad. Celoso empezaba a observar cómo Carmen, la secretaria, solicitaba a Jesús Cadena responsable de la sección de calidad, quien siempre se mostraba con grandes ínfulas empresariales. Se encerraban por horas en la oficina de la Dirección, se reservaban para sí frecuentes diálogos. Sin pensarlo, empezó a inquirir razón de las ventas y los costos de los insumos de las cuatro divisiones.


Don Eduardo, hombre correcto, tesonero y romántico se hizo más cauto y cohibido. Hablaba poco, ahora sólo se le conocían largas conversaciones cuando estaba encerrado con el Doctor Cadena también, por ratos, demandaba informaciones generales sobre la competencia; pero ya era inocultable su seño nuevo.


Después de tres semanas de este extraño comportamiento, una mediodía se detuvo en la puerta de salida mientras se despedía de Marco:


“Increíble, amigo Marco, a veces no sabemos dónde está la riqueza. Y tanto más nos cuesta saber apreciarla y entenderla. Unos días pensamos que está en el cuidado que nos prodiga la mujer amada, y otras veces en la exuberancia de una bella silueta adolescente. Miro hacia el cielo y pareciera ser ese concierto de nubes o las gotas ataviadas de lluvia en el collar multicolor de su arcoíris... o cuando miro al frente, más allá del horizonte, en esta tierra tan verde, me parece confundir la riqueza con estas montañas, sus valles y ríos, sus despeñaderos, sus malezas y hondonadas. Claro, como no, con sus gentes... esa gente tan entrañable de nuestros campos... ¡Sí! allá está la riqueza, por sobre todo inventario y cuentas de papel, amigo Marco, definitivamente, allá está la riqueza…”


Una palmada en el hombro, una mirada distraída, su silencio y tres pasos pesados e inseguros fueron la despedida. Marco se quedó plantado viendo cómo se distanciaba Eduardo de la puerta de salida. Intuía que nunca más su jefe atravesaría la puerta con el pensamiento de antes.


¿Cuál sería en definitiva la preocupación de Don Eduardo? Necesariamente todo estaba relacionado con cuestiones económicas; pero nada había cambiado. El negocio continuaba sólido, no se había reducido el tamaño de las ventas, los clientes persistían fieles, y las proyecciones anuales nunca habían presentado un descenso en sus metas. Afortunadamente, existía un posicionamiento de sus productos en la región y estaban claramente definidos los nichos de mercado ante otras empresas rivales. La clave estaba entonces en el contenido de la llamada, y en los consejos del doctor Cadena.


“Para usted y los demás, soy el Doctor Cadena”... así desde hace ocho años se hacía nombrar por sus “subordinados” del almacén. Marco Antonio respetaba el ritual con cierto desparpajo, como cuando alguien habla con un niño sobre las particulares reglas de sus juegos. Para Marco y los demás empleados era simplemente Jesús o “Chucho”; cuando él deseaba impactar la compañía, con otra nueva estrategia organizacional, o hacia nuevos “crecimientos”, los compañeros se miraban – en una mezcla de paciencia, falso interés, y compasión - y repetían en los pasillos, entre ellos... ¡!Ay Jesús, Jesús!!!


Intranquilo, pero queriendo ocultar las preocupaciones, Marco Antonio se dirigió después del trabajo a la casa taller de Eugenio, a 20 minutos de la salida de su ciudad. Con sus 62 años, cabello desordenado, su barba a medio cortar y ojos profundos y ariscos, Eugenio recibía a todos en su “Pesebre Pagano”, como llamaba su particular “estudio”. El espacio no era muy amplio, mucha luz le permitía la vista de un paisaje único semirural; cuadros de todos los colores y movimientos artísticos- “donde esté plasmada una mujer desnuda seré su sombra…” decía- diversidad de libros y hasta un singular lar fabricado de madera procedente desde las entrañas del amazonas brasilero, ornamentaba la feliz soledad de Eugenio.


“Soledad era un decir”, repetía a Baudelaire: “¡Hay que poblar la soledad! y para ello tengo en mi paleta 3 billones 527 mil y 634 mundos. Quiero que vivas dentro de ellos en mis ratos libres. Cuando salga a pasear y quiera volarme hacia otro millar de nuevas galaxias, estaré contigo, si te atrevieses después a mi lado a descansar”. Siempre repetía lo mismo. Iluminaba con sus verdes pupilas, y su voz cimbreante, a quien por primera vez lo escuchaba aquel que, si era sensible, quedaba prendado de esta “efímera e inofensiva bestia salvaje”; por eso le gustaba regar cáscaras de diversas frutas y hortalizas entre las botellas de vino y otros licores que conservaba en su estudio.


Por sorpresa, ese día se encontraba sospechosamente solo; abrió con gusto la puerta a Marco Antonio.


Pintaba...


De su peculiar caballete colgaba el lienzo:


Al fondo un horizonte sin límites, no había cumbres ni colinas sólo un extenso llano donde se veía una extraña e indistinta vegetación entre vahos que parecieran salir de lo más profundo. Sobre el suelo decenas de bocas unas suspendidas, más bajas aquellas, otras más altas; labios de todos los colores y formas, erguidos y tendidos. Unos besaban flores y hojas, otras intentando lamer los hilos de un viento que también el cuadro bosquejaba... la mayoría de bocas estaban abiertas, otras con intentos singulares de nuevas sonrisas. Unas mostraban los dientes, la mayoría los ocultaban, ósculos de amor entre ellas estaban presentes desde los más angelicales hasta los más lujuriosos; algunos se mordían intentando devorar su propia sangre, tiñendo de escarlata parte del cielo y del follaje...


“Quizás me incluya en el cuadro o quizás estoy en el presente; quizás todo ese antinatural paisaje sea mi cabellera. Lo único claro es la necesidad de sorber... de sorberlo todo; libar permanentemente la tierra y el éter, ¡Qué importa que sepa a almizcle, aguardiente o jerez!, estar dispuesto a chupar hasta el final todo elixir... aleja de mí este cáliz, sírvete si quieres la onceaba cerveza y pinta con migo tantos nuevos labios... pero tú, sigues -como muchos- siendo sólo un hombre “recto” de labios cerrados, con un tapón en tu pecho sin dejar fluir la espuma que grita en tus extrañas... ¡Qué lástima esa especial champaña aún en su botella guardada: caro amigo de la boca cerrada!”


Desde un costado se podía entonces divisar a dos hombres: uno como un fuego candente, enfebrecido, quien no dejaba de tomar sus pinceles y copas, otro... retenido, aparentemente sereno y quieto. Uno justificando su condición de artista, el otro, con atenta escucha y otra pregunta personal para llevarse a casa, quizás también con un corcho en su garganta. Ambos en el centro del particular estudio, en el centro de sus mundos por simples o plurales que fuesen, y si yo fuera dibujante o fotógrafo delinearía esa luz que los barnizaba.


Cuando Marco ya se cansaba de escuchar y Eugenio no se cansaba de pintar, de beber y de hablar, se escuchó de pronto una voz femenina salida desde el cuarto principal reclamando al pintor su compañía. Él tomó un pincel, lo mancho de rojo, se lo colocó en los labios y con su risa sardónica - la misma del sueño - fue a buscarla.

Marco entendió como siempre la situación, alzó sus cejas y se despidió. ¡Sí!...si se vive de esta manera, no encuentra lugar alguno donde refugiarse: la soledad.


7 visualizaciones0 comentarios
bottom of page