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CAPÍTULO I

Cuando el tiempo aguarda y el silencio quema. Cuando la distancia apaga y el vacío apremia.

Despertaba, se bañaba con preguntas y se vestía con la niebla. En la cima de aquel rostro, casi olvidado, se ausentaban las palabras desnudando la presencia de esa alma esquiva ante presentes inmediatos.


Los vahos de un invierno invadían sus ventanas, mientras grisáceos atardeceres se precipitaban sobre las calles apenas llegaban las seis. Sin sobresaltos ni cobijos apretaban los días, la estrechez cansina de esa vida que entre sus eternos preludios se perdía.


Estaba dispuesto, entre tanto, a manejar sus cordeles, a mirar sin mirar, y a colocar alfileres en las comisuras de sus labios. La mañana parecía buena ante la indiferencia de todos, con lugares comunes suficientes para defender su rutina. Un “sensato progresista” se decía, “libre pensador” en sus adentros así nadie sus sueños conociera. Justificaba con su adormilada paz conformista, incertidumbres y reclamos aparecidos más allá de su lecho.


Su escritorio en el trabajo lo esperaba, como también la siempre ordenada pila de papeles. Leer y separar, sellar y enviar, eran las tareas que le permitía a esa minúscula oficina, copar los temores de tantos como él. Una oficina, un mundo, ocho horas consuetudinarias convirtiéndose en miles... iban dejando su rastro entre los cabellos canos, arrugas en la frente y entre esperanzas aplazadas.


--- ¿Cómo te va, doctorcito? Se escuchaba.


--- ¿Dispuesto a estampar la firma indeleble en cada nueva petición? Eso sí se llama trabajar con juicio: ¡Viva Colombia! Le gritaba su colega.


--- ¡Tome ejemplo, mijito!


Le venía diciendo desde hace ya unos quince años, respuesta que, por lo demás, sobraba pues gracias a ese seguir su ejemplo podían mantener su “importante” posición. La sonrisa y el tono de su palabra no estaban del todo mal, así su compañero de jornada las conociera de antemano. Sobre su cabeza las moscas, como buitres, rodeaban su puesto de trabajo.


Tomaba indiferente su esfero con un movimiento apático intentando impedir su postrer descanso en el papel. ¿Qué podría ser más blanco? ¿Su futuro postergado o esa carta que, quizás, no escribiría jamás?

“Buenas tardes, Dr. Eduardo, gerente de la compañía “Químicos Lozano”. Después de haber tenido la fortuna de laborar en su empresa a lo largo de casi dos décadas, lamento comunicarle que...”


No, no,... sonaría mejor escribir entonces:


“Con un agradecimiento profundo y contra mi voluntad, espero pueda comprender mi decisión...”


No sería más decente confiar en un sentimiento compartido y señalar aun claramente:

“Luego de haberme batido mil veces contra mi cobardía, me alegra darle a conocer, sin enfado alguno, mi renuncia a su burocrática organización...”

Ante esta idea y tras tres líneas dibujadas, estaba atónito: sabía que ese párrafo no terminaría con un punto final, ni siquiera merecería un punto aparte.

El esfero continuaba en su mano urgente para firmar... los documentos de siempre. Cantidades desconocidas intocables para sus manos, direcciones por siempre esquivas para su vista, nombres repetibles como se repetían los días. Las horas también avanzaban portando su alimento, a mediodía, fuera de su oficina de trabajo.

El ruido del tránsito entorpecía sus pasos, peatones atropellaban su libertad al caminar, el aire continuaba pesado y los minutos pasaban cada vez más raudos; ¿acaso un rayo de sol, acaso...? En aquellos momentos vagaba como una silueta que eludía los estertores de la sociedad.

No le era concebible como podía mantenerse en pie. Una de las ciudades con más alto índice de desempleo del país, en una de las naciones con mayor injusticia y desigualdad del orbe. La pobreza y la inseguridad retaban los mejores estratos sociales, imposible refugio para quienes no deseaban vivir en el centro o en la periferia.

Un extraño aroma se respiraba: habitantes de la calle y recicladores con sus carromatos y bultos gigantescos cual hormigas arrieras cargando basura o chatarra para convertir en comida; modernas esquinas como plazoletas donde la música electrónica recibía una juventud hedonista; marcas de consumo y narcotráfico desfilaban en moles de cemento y en grandes y coloridos anuncios comerciales; espacios oscuros de los barrios “bajos” donde se libraba una lucha a muerte sin cuartel ni vencedores. Un país de bruces lanzado a sus nuevas promesas de desarrollo entre socavones, pozos, puertos, grandes carreteras, y entre la riqueza sin límites de sus relictos y junglas tropicales.

Y mientras tanto él estaba allí, allí, mirando de frente su plato de sopa, pensando en tareas por hacer y en su permanente indecisión frente a albures presurosos por conquistar.

El comedor público le ofrecía en un segundo plato una carne por cortar, con la algazara del noticiario de las doce. Combinaba como un bocado de entrada, el cuerpo frío y luego el cuerpo caliente, como diría un reconocido semiólogo nacional: el primero, representado por los muertos del conflicto, y, el segundo, por las semidesnudas modelos como cortesanas de todas las prendas.


Mecánicamente y con ojos perdidos, tomaban los demás el tenedor y el cuchillo pareciendo cortar también con sus ojos las presas de enemigos comunes casi yaciendo sobre la mesa. Sí, era un país trémulo y sumiso, pacato en cuestión religiosa, morbosa y truculenta su cultura masiva.


Nuevas victorias en el campo de batalla habían exacerbado el clamor nacional; un sentimiento necrófilo se despertaba en las almas piadosas de los jóvenes ingenuos, en las sempiternas amas de casa, en el honor arrogante de los pensionados satisfechos, como un color conservador que, al final, teñía a todos de azul. No obstante, un proceso de paz en desarrollo parecía anunciar el final del conflicto: primero se había discutido el problema de la tierra, después la participación política, el narcotráfico, el cese bilateral del fuego, la dejación de las armas y, por último, las políticas de verdad y de justicia. Sesenta años de guerra estaban quedándose atrás, aseguraba el gobierno, un pueblo esperanzado parecía pugnar, entre tanto, con ese otra parte de la sociedad, los “ciudadanos de bien”, quienes deseaban la eliminación final del bando contrario para no ser rotulados ¡jamás! con la vergonzosa condición de “pueblo”.

Marco Antonio Espejo estaba cómodamente situado en el lugar intermedio. Su progresismo lo inclinaba entonces hacia la esperanza; pero aun escéptico no se atrevía a pensar en un feliz resultado. Trabajar era su contribución diaria a la futura paz del país: Si todo funciona, todo irá bien... ese tranquilizante pensamiento le permitía, por algunos días, tomar distancia frente a esa ingenua pretensión de firmar y enviar aquella carta.

Esa noche Marco Antonio al regresar a casa se había topado con el administrador del edificio cuando subía el tercer piso. La sonrisa amable de German lo había recibido. German sabía que Marco Antonio era un hombre solitario, el habitante más antiguo del edificio, quien siempre pagaba las cuentas puntualmente y de quien nunca se había recibido queja alguna. Sólo indirectamente se escuchaba sobre él un mal comentario, siempre basado en infundadas fabulaciones. Con su sonrisa amplia German haría una invitación que recibiría de parte de Marco, la misma respuesta:

--- Buenas noches Marco Antonio, ¿cómo le ha ido?, yo cumplo con decirle por si de pronto quisiera ir a la reunión de administración el próximo jueves a las 7: 30; si no puede, no se preocupe pues, como siempre, con la autorización escrita, puedo representarlo. En todo caso, estimado Marco, cumplo con informarle.

--- Muchas gracias, Germán, muy atento. Sí le agradezco su representación, usted sabe, confío plenamente en el juicio general de cada propietario. ¡Le deseo una feliz noche a usted y a su esposa!

Ese momento, sin embargo, fue distinto. Cierto acento había fallado. La respuesta no sonó natural. De ello no se dio cuenta Marco Antonio, en cambio, para el administrador del edificio aquello le generó una pequeña curiosidad. Quizás por eso se detuvo un instante a mirar como los pasos de Marco Antonio subían, poco a poco, como quien esperase una explicación con el mismo tono acostumbrado. Ninguno de los dos conocería cual inusual sería su próximo encuentro y, ni mucho menos, el camino inesperado que tomaría la anodina vida de Marco.

El cuerpo de Marco Antonio se extendía desparramado sobre la misma cama de los últimos diez años. En la pared colgaba la pintura de aquel particular cerro con enigmático paisaje. Una fotografía familiar, al lado del calendario de Químicos Lozano, estaba sobre su nochero mientras los dos lentes de sus gafas intentaban mantener en su reflejo la impasible mirada de sus padres. Un televisor, un radio, su computador desactualizado, una artesanía autóctona, un estuche con recuerdos, su biblioteca, sus semanarios nacionales e internacionales, eran las compañías inmutables de su paz conformista.

Esa noche soñó con el color blanco: en sus sabanas, en manteles, en la carta pendiente por escribir, en el pálido rostro de su madre, en su habitación rutinaria. Tomaba sin pensarlo una especie de pincel y comenzaba a trazar líneas de colores. El bermellón y el purpura brotaban de sus dedos, desesperados producían la crestomatía de un ambiente jamás por él imaginado. Entonces, le era difícil entre tantos colores distinguir el violeta del carmesí, un naranja encendido de un dorado inesperado; las líneas de colores mezclaban y confundían toda figura sin poder diferenciar, en ese marco onírico, las sabanas, los manteles, las páginas, las caras conocidas. Finalmente tuvo la sensación de haber convertido su improvisada paleta en un caleidoscopio infinito. Despertó sorprendido: no sabía si por este sueño o por ser consciente del color blanco que oscurecía su cuarto. Su última imagen había sido la sonrisa irónica de Eugenio.

Sentado a un costado de la cama y con seño inexplicado, sus ojos lo llevaban a la cima del cerro. “Pico de Águila” la nombraban - había escuchado- y en ese momento irracional infería que las variopintas imágenes fuesen proyectadas por él; o mejor, empero, algún “sol ardiente de la nostalgia”, había convertido la extraña punta de piedra en un frenético prisma que había encandilado sus sueños.

Fuera como fuera, divagaba. Intranquilo escrutaba la pintura, sin saber por qué: el tiempo aguarda, el silencio quema, el vacío apremia; mas la cercanía de nuevas luces comenzaban a irisar su firmamento.

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